(Artículo que publiqué en ABC el pasado 12 de diciembre)

El testigo de esa socialdemocracia aburguesada, ya en tiempos del nada esnob José Montilla, fue recogido por jóvenes como Laia Bonet o Jaume Collboni, miembros de una generación perdida denominada «blackberry». Que estos chicos bien le pidieran el voto a los trabajadores de la SEAT chirríaba tanto como que un pijo de Wall Street buscara complicidades en un pueblo de Virginia.
Al igual que en Estados Unidos, el error de bulto de la izquierda ha consistido en tratar como clase media a la clase trabajadora, fomentando el gasto sin límite tanto a nivel público como privado —¿pudo el PSC regular las hipotecas abusivas? ¿puede concebir un votante socialista que su partido indulte a un banquero delincuente?—. Hasta que la crisis hizo inventario de los bienes que realmente posee un asalariado, muy pocos. Ello propició el giro hacia un conservadurismo que encaja con las políticas de seguridad e inmigración defendidas por el PP, o hacia el fundamentalismo (tan americano en su versión religiosa) que predica Artur Mas consistente en prometer el paraiso fiscal o una vida plena fuera de España. El PSC intentó acercarse a ese credo soberanista cuando gobernaba con ERC, y ya se sabe lo que pasa con la fe del converso.
Soberanismo, socialdemocracia, intelectualidad... Corren malos tiempos para la transversalidad política y nada cambiará tras el congreso que el PSC celebrará el próximo fin de semana si sus futuros líderes no rearman su discurso para adaptarlo a esa Cataluña profunda y real. Lo contrario abocaría al partido a un nuevo cierre en falso, como ocurrió en el cónclave de Sitges de 1994.
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